... cuando trasnocho los ojos se me vuelven dos ranuras de alcancía
por los que entran no las tristemente esperanzadas monedas del ahorro quimérico
sino las monedas de fuego de un incendio futuro en donde ya nada tiene sentido.

Amuleto, Roberto Bolaño





lunes, 6 de diciembre de 2010

El equilibrio enfermo


Hoy, de camino al trabajo, vi unos garabatos en la pared que rezaban: Los locos se pasean por la cuerda floja. Son equilibristas. Buscan el equilibrio desequilibradamente.

Eso me hizo pensar en la locura de tantos escritores que acabaron encerrados en manicomios, olvidados por la literatura, como Robert Walser o Maupassant. O en escritores que tenían visiones y delirios extáticos, como William Blake. O simplemente, en escritores atormentados, genios que cayeron en desgracia; que buscaron una suerte de ilusión de felicidad o de tranquilidad en el alcohol o en las drogas o en neurosis aliviadoras y dóciles; o que simplemente nunca fueron felices. Como muchos. Como demasiados.

Busco en el diccionario: locura. (De loco).

1. f. Privación del juicio o del uso de la razón.
2. f. Acción inconsiderada o gran desacierto.
3. f. Acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa.
4. f. Exaltación del ánimo o de los ánimos, producida por algún afecto u otro incentivo.

Anomalía, exaltación, sorpresa. Sinrazón. Desacierto, o despropósito acertado. Equilibrio desequilibrado. Pero nunca equilibrio equilibrado. El equilibrio equilibrado no existe, el equilibrio equilibrado está muerto. Escribir como paseando por la cuerda floja. Con los ojos desorbitados hacia el abismo.

En la literatura, en la escritura, hay una percepción desorbitada en su sentido literal; una percepción alterada, distinta de la realidad. Más que distinta; amplificada, agudizada. Como cuando uno mira por el ocular de un microscopio y aparece ante sus ojos una dimensión de la realidad totalmente desconocida, ininteligible para la percepción normal. O como cuando uno se observa las manos, o la mesa, o incluso observa su rostro en un espejo, durante mucho tiempo, mucho más tiempo que el que se utiliza normalmente para observar y nombrar, para observar y decidir. Entonces lo que se observa se enrarece, empiezan a aparecer formas inquietantes; la realidad se enajena, se vuelve irreconocible.

Puede que la esencia de la escritura sea entonces esta voluntad de reconocimiento. En la locura, en la enfermedad de la escritura, hay un sujeto angustiado cuya relación con la realidad ha sido alterada, dislocada. La realidad necesita entonces un discurso que termine por asirla de nuevo y devolverla al sujeto. Necesita de palabras que medien el abismo que separa este sujeto de la realidad, de palabras que les hagan reconocibles el uno al otro, cómplices de nuevo. Pienso entonces que la escritura siempre surge de la necesidad visceral de explicar lo inexplicable, o de explicar algo que no puede explicarse con palabras comunes y corrientes. Las palabras comunes y corrientes no son suficientes, hay que encontrar otras palabras, las verdaderas o las exactas o las pertinentes. Es un ejercicio terriblemente solitario, doloroso, de vuelta a la realidad. Si no surge de este imperativo, la escritura se vuelve banal, frívola. Se vuelve escritura sin sentido, escritura muerta.

sábado, 4 de diciembre de 2010

El amigo

Voltea la taza, y observa las letras. Las marcas de la espuma del café, el azúcar derretido en el fondo. Le gusta esa última dosis de pura glucosa y cafeína, y se la toma despacio, a pequeñas cucharaditas.

- Perdone, ¿es usted Francisco? ¿Francisco Álvarez?

El viejo observa al intruso con sorpresa. Francisco Álvarez, no, la verdad es que no. ¿Ha hecho cosas buenas, ese Francisco Álvarez? ¿O es como todos, que no hemos hecho una mierda? O quizás fue un hombre bueno. Entonces le gustaría ser Francisco Álvarez; se vendería a cualquier charlatán mefistofélico con tal de poder ser ese tal Francisco Álvarez y poder sentarse en su sillón, cómodo y sosegado, y ver desfilar sus recuerdos, uno por uno, como se ven las diapositivas de un plácido viaje de vacaciones. Todo el contenido es público, no hay nada que esconder. Mirando en silencio las diapositivas en el comedor de casa, algunas risas contenidas y comentarios aislados; al lado de una hermosa mujer, ahora anciana; rodeado de hijos, de nietos, de bisnietos...

Se imagina siendo Francisco Álvarez, o mejor aún, dejando de ser Camilo Rosales. Qué alivio, piensa de repente. Dejar de ser, por un momento, uno mismo. ¿Acaso no es esto la literatura? ¿Acaso no intentamos desesperadamente crear dobles de nosotros mismos, despojarnos de nosotros mismos creando ficciones, construyendo dioses y altares, artistas y asesinos? Qué alivio dejar de ser Camilo Rosales, pero qué alivio más idiota. Se vuelve de nuevo hacia la taza vacía, y suelta una negativa desdeñosa. No le interesa comprar el cielo a estas alturas.

Es usted Francisco Álvarez. Así fue como él también interpeló, hacía tiempo, a un hombre desconocido. El hombre estaba cerrando la persiana de la ferretería con languidez, los hombros pesados parecían aplastarle contra el suelo. Dos vueltas de llave. Perdone, ¿es usted Agustín?, dijo él, forzando un tono agresivo, imponente. En realidad no estaba enfadado ni tenía ganas de pelearse con nadie. No tenia ganas de nada, y puede que por eso estuviera ahí, preguntando a gritos a un pobre dependiente de una ferretería, si era o no era quien él ya sabía que era. Se sentía triste, sentía la noche turbia, algo trágica; la luna se le aparecía como una lágrima o un grito en medio de la oscuridad de una noche aún joven y sin estrellas; una luna cautiva, aprisionada por los altos edificios de la ciudad, encañonada por los esqueletos metálicos de las antenas de televisión, amenazantes. No te muevas de ahí. Este es y será tu lugar, por los siglos de los siglos. Amén.

El hombre se volteó de golpe, asustado. De repente, todo enmudeció, o así lo recuerda Camilo Rosales: de fondo le parecía escuchar las voces de sus amigos, del ferretero; como un murmullo dentro de un pozo, a lo lejos; más allá de la muralla de edificios, más allá de la sombra humillada de la luna.

Camilo musitó entonces, con la voz entrecortada:

- ¿Es usted Agustín? ¿Agustín Palmañas Ayerra?

Observó los ojos de su amigo, que asentían, conmocionados. Parecía que habían pasado muchos más años de lo que, en realidad, habían pasado desde la noche en que lo dejó tirado en el suelo de un solo golpe; la nariz goteando sangre, su sangre, que contenía con un pañuelo empapado; la mirada gélida, atroz; una media sonrisa de desprecio, de sorna, en sus labios rotos. Agustín Palmañas Ayerra parecía haber sido engullido por aquel extraño que, sin embargo, poseía sus mismas facciones. Todo sucedió muy rápido. El ruido del mundo volvió de golpe y ensordeció a Camilo Rosales. Aún sin poder mover un solo músculo, observó aterrado como el ferretero se abalanzaba encima de su amigo, le daba puñetazos en el vientre, en el rostro; patadas en la cabeza, en el pecho, en las piernas. Las manos de Agustín protegían el rostro del extraño, y sus labios proferían gritos, súplicas, que el agresor respondía con golpes, más golpes, más golpes. Fue al escuchar la voz de su amigo cuando Camilo Rosales, sacudido por una convulsión en el pecho, regresó a la calle, regresó a la noche ya no tan joven, regresó de la vieja noche en que él y el extraño con cara de Agustín aún eran jóvenes; se arrojó sobre el ferretero y lo tiró contra la pared, gritándole con todas sus fuerzas que se fuera de ahí, que como volviera a poner una sola mano encima de su amigo, lo mataba allí mismo. Incomprensión del hombre, que se palpaba los puños doloridos; turbación y algo de rabia que los amigos, sus amigos, disiparon con palmadas en la espalda, tirando del brazo de su chaqueta, vamos, vayámonos de aquí, eso no tiene sentido, estás muy borracho, vamos. Cuando se quedaron solos, Camilo Rosales, con el corazón contraído, se volteó hacia su amigo con lágrimas en los ojos. Pero Agustín ya no estaba allí.

La noche le pareció un sueño extraño. Sólo recuerda sus pasos huecos resonando por las calles vacías, unos pasos huecos que cargaban con un cuerpo hueco que no sentía. De repente era de día, y volvió casi corriendo a la ferretería. Agustín no tardaría en llegar, dijeron. Pero él sabía que no iba a volver. Denme sus señas, por favor. A su pesar, y con desconfianza, le apuntaron la dirección en un papelito. Camilo se fue sin despedirse. Arrancó a correr con un oscuro presentimiento, corría por las calles, se detenía, jadeando, miraba a su alrededor, cuatro más a la derecha, tres, dos, ahora subiendo a la izquierda, una calle, no, otra más, los números de la puerta, aún no es aquí, falta poco, aún no he llegado, aquí es, al fin. La puerta abierta, las escaleras, de cuatro en cuatro. Se sentía desfallecer, las manos le temblaban cuando pulsó el timbre del cuarto piso. Pero nadie respondía. Nadie respondió nunca.


Nunca supo nada de Agustín hasta que, al cabo de un tiempo, llegó una carta suya. No tenía remitente, y Camilo Rosales la dejó unos días en el estante, junto a un par de recibos de agua y de teléfono. Hasta que la leyó. Una larga carta de Agustín P. Ayerra, que Camilo Rosales leyó, releyó y leyó de nuevo, una vez y otra más. Se pasó toda la tarde y parte de la noche deambulando por las calles de Poble Sec, sin rumbo. Se veía a sí mismo en estas mismas calles, junto a Agustín, el día en que se conocieron. Fumando Alitas y hablando de poesía sin parar.

Al cabo de unos días, le llamaron de una pequeña editorial donde había mandado un manuscrito: querían publicar una pequeña tirada de su poemario. Se lo dedicó a su amigo. Sólo escribió esto: para mi amigo.