... cuando trasnocho los ojos se me vuelven dos ranuras de alcancía
por los que entran no las tristemente esperanzadas monedas del ahorro quimérico
sino las monedas de fuego de un incendio futuro en donde ya nada tiene sentido.

Amuleto, Roberto Bolaño





viernes, 23 de abril de 2010

Hojas



Hoy en la librería, he estado leyendo a Beckett. Me encontré con un libro editado en los setenta que se titula Quiebros y poemas. Me lo vendió un ciego, junto a un librito de salmos, un poemario de varios autores argentinos y tres manuales de ajedrez. Son algo así como esbozos, versos aforísticos, relámpagos de lucidez. Hay uno que me ha gustado especialmente:

            écoute-les
            s’ajouter
            les mots
            aux mots
            sans mot
            les pas
            aux pas
            un à
            un

Me imagino las palabras como hojas secas que crujen al pisarlas. Camino por el bosque y las hojas caen, las palabras están mezcladas unas con otras, el lugar dónde caen no tiene ningún sentido, es una caída azarosa pero inevitable, caen así sin más, unas sobre otras. Se despliegan a mis pies múltiples figuras y palabras que yo piso sin verlas, y a medida que las piso, el viento me susurra al oído algunas de ellas, y ellas crujen y su eco llena el bosque de versos imaginados, de relatos posibles, de obras enteras aún por escribir que nunca serán escritas, pues a medida que avanzo se quedan atrás, y yo avanzo sin cesar pisando las hojas secas que crujen dolientes, suaves, desechas.

Me gustaría poder dibujar en el aire alguna de estas formas tan bellas, pero no puedo detenerme y sigo avanzando. Entonces me doy cuenta de que nada tiene sentido, de que mi movimiento no tiene objetivo ni voluntad. Sigo caminando y pisando hojas y palabras empujada por ellas, ellas son las que deciden el azar donde mi pie caerá, pesado como la noche oscura que no me deja ver nada. Sólo puedo caminar y escuchar el silencio lleno de ecos y crujidos. Y me doy cuenta de que así es la literatura, de que así es escribir. Nunca podremos verlas, nunca podremos detenernos y contemplarlas, sólo ir pisando a ciegas la tierra desnuda y desear con todas las fuerzas del mundo que ésta vez, sólo ésta vez, el pie acierte.

martes, 13 de abril de 2010

Las palabras de Lú




Como cada miércoles, cierra los ojos con automatismo. Sin ganas. Escucha a lo lejos unas voces infantiles que se alejan con las prisas de los juegos que no quieren terminarse. A ella también le gustaría alejarse de allí, pero sin prisas, puede que saltando a pata coja la rayuela del patio de baldosas húmedas; entonces, cuando llegara a la esquina, cuando ya estuviera fuera por fin, correría con todas sus fuerzas, con todas las ganas del mundo y más. Pero no puede, y lo sabe.
Me llamo Lupe, pero todos me llaman Lú. Puedes llamarme así si quieres. Asiente con la cabeza, con automatismo. Sin ganas. Lupe tiene una voz dulce, una voz de vejez conciliada y de habitaciones con zapatillas todavía calientes en la alfombra, y de lobos feroces y caballeros audaces y valientes sobrevolando cabecitas con ojos muy abiertos; una voz de vejez y al mismo tiempo tan tierna que parece de vida recién empezada, de sueños por construir, de futuros inmaculados, todavía sin manchas de desengaño.
Lupe empieza a contar la historia, y la niña ya no tan niña escucha, al principio con automatismo, como todos los miércoles, como cuando venia Delfina a contarle aquellas historias tan aburridas, aquellas historias que le daban ganas de llorar y de gritar y de irse corriendo pisando con prisa y sin darse cuenta la rayuela para huir de allí – a pesar de que sabía que no podía.

Pero hoy es distinto. Más confusa que sorprendida, escucha como las palabras empiezan a deshacerse y a fundirse misteriosamente a su alrededor con un susurro crujiente de hojas secas; de repente las palabras están derramándose a su alrededor con la fuerza de esas tormentas feroces y alegres, esas tormentas que nunca ha visto pero que ha escuchado más sorprendida que asustada al otro lado del cristal; de repente las palabras le acarician el pelo con manos húmedas y frescas, luego las orejas y luego los labios, empapando su piel; y de repente ella sabe con certeza que están empezando a inundar la sala, colándose primero por las grietas del techo y luego por las ventanas y las puertas, como animales salvajes que acuden a la llamada proferida por los labios de aquella mujer y de su historia, y la niña siente que el suelo empieza a llenarse de palabras líquidas que le hacen cosquillas, palabras que se retuercen resbaladizas y saltonas, como peces que buscan con la insistencia del instinto la corriente indicada para volver a algún lugar.

Y mientras Lupe sigue contándole la historia, ella empieza a sonreír con los ojos todavía cerrados y deja que las palabras y sus caricias y sus cosquillas le cuenten la historia; una historia que nunca había escuchado y que nunca había imaginado que escucharía; una historia que le resulta íntimamente familiar a pesar de que nunca había pensado que pudiera salir de unos labios y llegar saltando hasta sus orejas y que ahora está saliendo de los labios de una mujer que está inundando la sala con peces y palabras, una mujer que se llama Lupe, pero a la que todos llaman Lú.

Entonces siente un calor y un brillo en sus párpados, como un relámpago furtivo, como una navaja sibilante que rasga sus pupilas con una luz extraña que por un momento hace desaparecer la oscuridad que siempre ha rodeado sus ojos y sus juegos y su mundo. Y la niña que todavía es una niña llena de vida recién empezada, abre con fuerza los ojos aterrada por la emoción, a punto de chillar, y cuando abre los ojos no encuentra la oscuridad de su mundo sino luces y colores brillantes, y cuando sus ojos se acostumbran ve el rostro de una mujer bellísima que es como todas las madres que ha imaginado y que ha acariciado con las yemas de sus dedos; una mujer que sonríe y mueve los labios como una niña llena de sueños por construir y que llena la sala de palabras y de colores que saltan como peces; y de repente ve los muebles que empiezan a desplazarse engullidos por la fuerza de la marea, y Lú y ella empiezan a flotar encima de sus sillas como barquitas improvisadas o como gaviotas satisfechas después de un vuelo largo y duro, y van dando vueltas y más vueltas, viendo pasar jarrones, papeles mojados, mesas, libros y juguetes desparramados entre las olas; y de repente la niña ve unas sombras fantásticas y terribles que nadan en la profundidad del océano, y sabe que son todos los seres fantásticos y terribles con los que siempre ha soñado y ha dibujado en el aire con la yema de sus dedos; y de repente con un crujido fuerte y violento las ventanas y las puertas ceden a la fuerza del mar y los muebles y los juguetes y las sillas y los libros y Lú y la niña encima de sus barcas improvisadas salen flotando y corren veloces entre las corrientes de aguas de colores; y las niñas se pierden en el horizonte, dejando atrás la sala y la rayuela del patio que nunca han visto y la oscuridad y el pasado manchado de desengaño, haciéndose cada vez más y más pequeñas, como si volvieran al primero de los instantes de sus vidas, mucho antes de nacer.

El cuento de mi abuela




Para mis abuelos.


Cuando murió mi abuelo, además de la terrible sensación de pérdida física de un ser querido, tomé plena conciencia de que la muerte arrasa con el individuo y, junto a él, con todo un mundo de experiencias, recuerdos y pensamientos. Imaginé todas aquellas cosas que mi abuelo me había contado, todas aquellas que no me había contado y sobretodo las que nunca había contado a nadie, agrupadas como un gran relato lleno de capítulos y apéndices y notas al pie, que se perdía en el vacío. Entonces sentí cómo una parte de mi propia memoria se desgarraba, desaparecía sin siquiera haber tomado forma.
Antes de morir, mi abuelo me contó muchas historias acerca de su niñez; pequeños cuentos que me transportaban en los campos de una Castilla profunda y lejana, donde imaginaba a mi abuelo durmiéndose mientras vigilaba a las ovejas en la pradera, a mi abuelo asustándose frente a un lobo una noche de regreso a su pueblo (el único lobo que había en sus cuentos, y del que sólo vio unos ojos brillantes y una sombra vaga, pero terrible), a mi abuelo tirando piedras junto a otros niños a los chavales del pueblo vecino para reconquistar la fuente en una de estas tiernas batallitas campales infantiles. Estos cuentos, como él me decía, le daban sentido a su existencia, que ahora podía ver en su conjunto: conservaba recuerdos de su niñez, su juventud y su madurez. Todo tomaba ahora otro sentido bajo la luz de una muerte que presentía próxima: en toda su pluralidad, su pasado se presentaba como un enorme relato cuyo punto y final era, precisamente, la muerte. Y la seguridad de que lo había vivido: pues había sido feliz.
Antes de morir, mi abuelo tenia la necesidad de darme parte de su memoria, condensada en estos cuentos; era su legado para mí, y también para él: para que algo de su memoria sobreviviera a su propia muerte. Cuentos que ahora no son parte de sus recuerdos, sino de los míos, y de los que apenas conservo algunas formas, contornos desdibujados y frases sueltas.
Al cabo de unos años, decidí registrar con una grabadora conversaciones con mi abuela, para en un futuro escribirlas en una suerte de relato biográfico. Le pedí que me explicara sus recuerdos, desde las primeras imágenes que conserva. La idea le entusiasmó, y nos pasamos una tarde entera sentadas una frente a la otra, separadas por un aparatito que parpadeaba y unas tazas de café que nunca terminamos. Cuando acabamos, me pidió escuchar la grabación desde el principio. Cuando empezó a oírse, yo desaparecí de la habitación mágicamente: de repente mi abuela se quedó ensimismada, perdiéndose entre sus propios recuerdos, reteniendo cada una de sus palabras, recorriendo las sendas de su propia memoria a través de su narración como si fuera la de alguien distinto. Escuchaba su propia voz con una atención absoluta y reverente, como cuando era niña y escuchaba a su padre contar fábulas y leyendas acurrucada junto al fuego. Como yo escuchaba, hacía sólo unos instantes, esa misma historia que ella había estado tejiendo. Me quedé fascinada y conmovida. ¿Qué estaba ocurriendo?
* * *
El recuerdo se nos presenta como una ilusión de continuidad de nosotros mismos. Frente a una realidad cambiante y relativa, nuestra propia existencia nos aparece precisamente nuestra por las imágenes que retenemos de esta realidad: en forma de relato, se van acumulando escenas, imágenes, olores y sensaciones. Siempre estamos cambiando, pero siempre somos nosotros mismos este sujeto que se percibe cambiando: como una cámara, vamos registrándonos a nosotros mismos, y nos recordamos en distintas facetas, en distintos momentos, en distintos yoes. El tiempo es heterogéneo y discontinuo, pero ahí esta nuestra pequeña y frágil grabadora para combatirlo: el tiempo se comprime en una vida, en unos recuerdos que se erigen contra él como cápsulas atemporales, reductos indestructibles de uno mismo.
Cuando narraba sus recuerdos frente a la grabadora, mi abuela estaba dándose continuidad a si misma en la construcción de su propio relato, como una vez lo hizo mi abuelo. Pero entonces surgió la idea de escucharse. Y este acto de escucharse a si misma, y no el de narrarse, fue la forma de fijar su propio relato en el tiempo: conteniendo la respiración, con los ojos perdidos en el reloj del comedor (un reloj que, por cierto, siempre marca una hora distinta a la “real” por su costumbre de pararlo durante la noche), mi abuela escuchaba su propia voz, se estremecía cuando su voz se estremecía, sonreía cuando se escuchaba sonreír. Había una suerte de extrañamiento: el relato era contado por otra abuela, que le contaba a mi abuela su propio relato, sus propios recuerdos. Una imagen bellísima de ese extraño placer que sentimos al vernos más allá de nosotros mismos como a una íntima alteridad. Como cuando pasamos las páginas de los álbumes repletos de fotografías del pasado, que registraron nuestra imagen en algún momento, fijaron para siempre un gesto, un rostro, una sonrisa o un llanto: ésa de ahí, la niña mocosa que llora, ésa era yo. Ésa soy yo.
Entonces, pensé para mis adentros que quizás ya no hacía falta escribir ésta historia, pues ya había sido fijada en ese acto de escucharla. Quizás lo más bello para mi abuela no era leer una ficción sobre sus recuerdos, sino escuchar esa voz tan familiar que desentrañaba todo un pasado, todo un relato.
A veces imagino qué hubiera sucedido si hubiera grabado las conversaciones que tuve con mi abuelo: le veo en la cama, con la mirada perdida y sonriendo embelesado, escuchando su propia voz. Sintiendo que esa voz extraña permanecería mucho más tiempo con nosotros, contándonos sus recuerdos cuando él ya no estuviera para contarlos.
* * *
Desde luego, toda nuestra vida podría verse como un enorme relato: un relato contado por nosotros mismos, y contado por otros sobre nosotros mismos. Hasta ser nombradas, las cosas permanecen ininteligibles, ajenas, inexistentes en la propia realidad que habitan. Así sucede con la vida: a medida que va narrándose, se fijan los acontecimientos que le dan sentido, los pensamientos y las sensaciones que fuimos, que somos. No somos más que una ficción palpable y mortal, en nuestro acto único y fundacional de crear relatos, constantemente; de la vida, de las cosas, de los hombres y de nosotros mismos. Me llamó la atención una frase de Carmen Martín Gaite: “Desde luego, el que no quiera verse envuelto en la consecuencia de un cuento –por inocente que pueda parecer–, mejor que no se lo cuente, porque es que si empiezas ya no tiene remedio”. Parece ser absolutamente imposible resistirse a verse envuelto en este gran cuento que podría llamarse vida; crear nuestro propio cuento mediante la narración del pasado y el presente, ya sea en forma de recuerdos como de sentimientos y deseos. Construir relatos conjuntos con nuestros seres queridos.
¿Qué ocurre cuando éste relato se fija? Entonces no tiene, como nosotros, fecha de caducidad: nos sobrevivirá y seguirá narrándonos, cuando ya no estemos aquí. En realidad, toda la Historia del arte y de la literatura, y la misma Historia de la humanidad, podría verse como un intento de fijar constantemente relatos, individuales y colectivos. Hacer permanecer la sombra de uno mismo a través del tiempo. Un faro que parpadea en un mar oscuro e infinito, sumido en un silencio abismal. En realidad, toda la Historia es un enorme cuento que habita en todos y cada uno de nosotros, renaciendo y muriendo eternamente, creando un “cuento de nunca acabar”. Un enorme cuento que empezó, precisamente, cuando quisimos fijar nuestra propia narración para combatir el tiempo, la realidad, la muerte: contando fábulas e historias, acurrucados alrededor del fuego.

La pregunta





Quien afirme a la literatura en sí misma, no afirma nada.
Quien la busca, sólo busca lo que se escapa, quien la encuentra,
sólo encuentra lo que está aquí o, cosa peor, más allá de la literatura.
Por eso, finalmente, cada libro persigue la no-literatura como
la esencia de lo que quiere y quisiera apasionadamente descubrir.

ENRIQUE VILA-MATAS






“Escribir desde el agotamiento. Escribir desde la rabia. Desde las entrañas rotas. Escribir desde las horas perdidas. Desde los sueños vacíos. Escribir con las manos, con los oídos, con los labios, con los puños. Con las heridas sangrantes, con las cicatrices abiertas. Escribir con el estómago y las rodillas y los pies. Escribir como si nunca se hubiera escrito nada, como si nunca nadie hubiera leído nada, como si todavía no hubiera empezado nada. Escribir como si el mundo naciera en el fluir acompasado de estas palabras, como si de repente se dibujaran perfiles sinuosos y etéreos en la superficie vacía de un lienzo informe, llenándose poco a poco de sonidos, de olores, de luces y de sombras. Como si de repente desde oscuros subsuelos emergieran enormes estancias luminosas y desordenadas, llenas de objetos y de muebles y de pasos y de correteos y de risas estrepitosas. Escribir como si la vida surgiera desde esta pequeña habitación, derramándose por las ventanas y por la escalera, pegajosa, densa, imparable, avanzando por las aceras de calles oscuras y deshabitadas. Escribir para volver a empezar.”

Mientras dobla el papel y lo guarda en el bolsillo, distraído, el vaso resbala de sus manos húmedas y pegajosas. El ruido se amortigua entre los gritos de los clientes y unos acordes nerviosos, insistentes. El solo del saxo trepa desesperadamente como una enredadera en celo buscando las grietas del techo y huye por las ventanas, perdiéndose con el humo del tabaco por los tejados y la oscuridad de una noche fría y sin estrellas.

Observa con hastío los pedacitos de vidrio esparcidos alrededor de sus pies. La mancha en los pantalones. Busca sin ganas su rostro. Se mezclan confusamente cabezas, ojos y dientes, escotes exuberantes y copas medio vacías, cigarrillos prendidos que bailan al ritmo de manos suspicaces. Finalmente, Manolo se acerca desde un oscuro rincón de la barra. Con esfuerzo, él intenta vocalizarle el nombre de la ginebra, su ginebra, la que le acompaña hasta la cama en las noches frías como ésta, que se desnuda con él y le abriga en las noches frías como ésta – como todas.
Las luces rojas transforman en una mueca grotesca la sonrisa forzada del dueño del local, una de esas sonrisas profesionales que esconden una condescendencia impaciente. Un pobre borracho, viejo y acabado. Lo siento, usted no puede beber más. Recalcando el usted con énfasis (un leve acento en la dé). El viejo le mira incrédulo. Un grito de indignación y de rabia, o de orgullo, le sube por la garganta, pero se extingue en su lengua pastosa al tomar conciencia del sin sentido de luchar en una guerra ya perdida de antemano. No hay tregua. No hay tregua para los viejos borrachos, ni siquiera en un bar de mierda como éste, perdido entre laberínticas callejuelas de suburbio, lleno de putas y de yonquis, de hambrientos perseguidores de la nada, de compulsivos bebedores de risotadas amargas y de lágrimas disimuladas por ojos cansados. Ensombrecido, se dirige a su mesa, a la mesa de siempre.


El joven se acerca a la mesa del rincón con paso alegre, tranquilo. Una libreta gruesa de tapas amarillas se tambalea bajo el brazo, y en sus manos brillan dos copas – de Hendricks, con limón exprimido. El viejo levanta una cabeza despeinada, sumergida entre los codos; fija los ojos con desconfianza, intentando descifrar el rostro sonriente del intruso. No te conozco, gruñe. No debe tener más de veinte, veintidós años. O puede que sí, piensa con una súbita chispa de interés, por el fulgor incisivo y triste que irradian sus ojos. Unos ojos como los suyos, que han visto muchas cosas, buenas y malas; pero sobretodo malas. Viste con una cazadora desgastada, unos tejanos verdes y una camiseta de John Lee Hooker. A él nunca le gustó Hooker.
Educadamente pide sentarse con él, y le dispara el motivo: escribo un libro. Un libro sobre un amigo tuyo. El viejo bebe largamente, saborea en silencio la acidez del limón, el calor de la ginebra – de su ginebra. Sabe perfectamente a quién se refiere. También le gustaba la Hendricks, y John Lee Hooker. Le pide un cigarro y, después de prenderlo con el ritualismo propio de los poetas, empieza a hablar. Su voz es suave, carraspeante. Las palabras se remueven lentamente con el humo inhalado entre los dientes amarillentos. De fondo, suenan los acordes melancólicos de un blues. Un blues de los que a él le gustaban.


Hace una pausa, bebe un trago largo, lo degusta. ¿Cómo te llamas, hijo? El viejo observa detenidamente al joven, mientras él pronuncia su nombre. Sus labios carnosos dibujan dos vocales, luego sonríen. Mientras ellos hablan, los músicos tocan las últimas rolas, frente a un público bastante indiferente. Todos los clientes hablan entre sí, ríen, discuten, se rozan o se acarician o se empujan, a veces amistosamente, otras no tanto; pero siempre ajenos al escenario donde tocan los músicos. Sólo algún espectador solitario les observa con ojos fijos y reverentes desde un taburete de la barra, o apoyando la espalda en la pared, marcando el ritmo con una pierna nerviosa, con una mano libre. El dueño se fuma un cigarrillo recostado en la barra, haciendo muecas de cansancio. Acaricia sin darse cuenta un vaso vacío, rellenado varias veces, dos cubitos casi deshechos nadan entre un líquido claro, aguado. Se hace un silencio lleno de murmullos y gritos y risas, con algún aplauso aislado. Los músicos guardan sus instrumentos, lentamente. No hay prisas, Manolo cierra tarde.


El viejo voltea distraídamente su tercera copa, ya vacía. Se ha quedado pensativo, imágenes y recuerdos sobrevuelan la mesa entre las tinieblas del humo y el tiempo; permanecen ahí una vez dibujados, y no quieren irse. Nos podemos ver otra tarde, si usted quiere. No había acento en la dé, pero el viejo le mira irritado: no me hables de usted, chaval. Que mis arrugas no te engañen. Te puedo contar más, pero déjame un teléfono, yo te llamo. El pasado me agota, y debo dosificar mis encuentros con él.


Observa al chico mientras se aleja con su paso alegre y desenfadado. Se siente cansado, demasiado cansado. Pero ya no hay vuelta atrás, y las imágenes y los recuerdos tiran de él con insistencia, le arrastran por cuartos fríos y pasillos oscuros, habitados por fantasmas de antiguas ilusiones y tristezas, fantasmas que reclaman su derecho a ser escuchados por alguien que sólo puede ser él. Por eso siempre los rehuye. Lo que no le había contado al chaval era que él sabía por qué Agustín Palmañas había muerto. Él le había ayudado a conseguirlo. No había sido muy difícil. Bueno, había sido fácil matarle, más bien ayudarle a morir; lo difícil había sido aceptar hacerlo, decidirse por fin. Algunas noches, cuando estaba en su sillón, cuando el televisor parpadeaba fotogramas que nadie veía, le parecía volver a aquella tarde. Le parecía oír su voz trémula, su tos ahogada. Y entonces, él quería volver a aquella tarde, quería volver a oír su voz, quería volver a escucharse a sí mismo, negándose; repetía una y otra vez sus palabras, las palabras de aquella tarde, intentando darles la fuerza o la convicción que no tuvieron. Quizás intentando recuperar aquella tarde, revivir aquel muerto. Cómo quieres que te mate, Agustín, por favor. No puedes pedírmelo. Claro que haría cualquier cosa por ti. Eres como mi hermano. Pero no servía de nada. Cuando despertaba de aquella tarde, el sillón seguía vacío, y la habitación seguía en silencio. Sólo sus palabras, estas palabras que no fueron suficientes.


Manolo observa al viejo sentado en la mesa del fondo, con simpatía y algo parecido a la nostalgia, sin saber muy bien por qué. Quizás es la sensación que le ha transmitido siempre, al observarlo cada noche en la mesa del fondo, solo, con una copa siempre medio llena entre las manos, mirando fijamente la silla vacía de enfrente como si hubiera alguien sentado en ella, alguien a quien quisiera decir algo, gritarle algo, pero nunca llegara el momento de hacerlo, o no tuviera el valor o las fuerzas o las ganas para ello. Hace años que viene al local, sobretodo cuando hay conciertos de blues, aunque, por lo poco que ha hablado con él, no le gusta nada el blues. Quizás le trae recuerdos. A veces la gente se aferra a ciertas cosas no porque las sienta como propias, cómplices a sus gustos e intereses, sino para retener ciertas otras que se le escapan y que sólo encuentra en estas cosas ajenas; es una forma de retener o revivir algo o alguien en uno mismo, fijarlo en la retina o en los oídos, hacerlo permanecer en una estancia vacía o en el fluir del tiempo; como cuando se abraza fuertemente a alguien que ya no va a volver, intentando con este abrazo desesperado retenerle en los brazos y en el pecho, como una cicatriz que se graba en la piel y recuerda la herida, el dolor y la cura, y permanece brillante y clara, ajena al paso de los años. A veces, cuando observaba al viejo sentado con la mirada fija en la silla vacía, tenía la certeza de que había alguien en ella, aunque este convencimiento sólo duraba unos segundos, un relámpago de lucidez en que sentía un leve escalofrío en la nuca.


A las cuatro menos diez, Manolo baja las persianas metálicas. En la calle se encierran en sus chaquetas para protegerse del frío, se encienden los últimos cigarrillos. El viejo se sube el cuello de la chupa y hace un gesto de despedida brusco con el brazo, que parece ahuyentar los adioses y los hasta luego. Cuando dobla la esquina, una luz se enciende unas calles más arriba, en la tercera ventana del Hotel Marquina.


En la habitación ‘14’, el joven deja la maleta encima de la cama, de hecho, casi la tira, como un niño impaciente que quiere empezar a jugar cuanto antes. Huele a naftalina, a humedad y a armario cerrado durante demasiado tiempo. Abre las ventanas precipitadamente, observa las tinieblas que cubren los tejados y las hojas de los árboles, las calles y los coches aparcados, aspira el aire cargado de otoño y de humedad y de silencio; un aire fresco y repleto de promesas nocturnas pero también de recuerdos agazapados, listos para saltarle encima desde las sombras. Hace un gesto con la cabeza, como queriendo alejarlos. Hablar con el viejo le ha hecho pensar demasiado. Se sienta al borde de la cama, distraído, y enciende el televisor. Con el mando a distancia recorre los siete canales disponibles, una vez y otra más; sus ojos, vacíos y opacos, miran sin ver la pantalla. Se siente un poco triste. No entiende qué es lo que ha venido a buscar, y está confuso. Cuando decidió escribir un libro sobre Agustín Palmañas no pensó que podría llegar a desatar los fantasmas de su propio pasado. No entiende qué es lo que busca, o qué es lo que espera encontrar conociendo a Camilo Rosales, este supuesto poeta que compartió con el escritor parte de su juventud, según decían los pocos libros que hablaban de ellos; en realidad, semanarios literarios locales, estudios académicos muy minoritarios y poca cosa más.

Sólo había encontrado dos libritos de poesía de Palmañas, y uno de Rosales; los de Palmañas los había recibido de una librería de México DF, supuestamente publicados durante el exilio del poeta; el de Rosales lo había encontrado entre otros libros, dentro de una caja de cartón, una noche que paseaba por la rambla de Poble Sec. Llovía, pero él paseaba tranquilamente por el centro de la calle peatonal, dejándose humedecer los párpados, las pestañas, las cejas y los labios. Sentía la lluvia que se mezclaba con sus lágrimas y de alguna forma las arrastraba hacia los charcos del suelo, y esto le reconfortaba. Cuando vio la caja con los libros, un sentimiento de empatía cargado de una ira rencorosa le hizo acercarse hacia ella, dispuesto a salvar alguno, el que estuviera menos mojado; o quizás el que lo estuviera más. Entonces lo vio: Penumbras y cristales. El título le resultaba tremendamente familiar, y al leer el nombre del autor, recordó: Rosales, el amigo de Palmañas. Muriel siempre hablaba de Agustín Palmañas y de Camilo Rosales.

La primera vez que se acostaron, cuando apenas se conocían, habló de ellos. Estaba sentada en el alféizar de la ventana, desnuda y brillante por el sudor y los flujos que habían empañado la cama y también su cuerpo, tumbado entre las sábanas. Entonces se había quedado callada, había callado de repente en medio del silencio. Y finalmente había dicho, en un susurro:
- Todas las cosas nacen y mueren en y desde las palabras. Más allá de ellas no hay nada. El silencio, entonces, no es la muerte, es mucho peor que ella: es la no-existencia, la no-posibilidad, la nada. - Volvió a callar unos segundos. - A mí me gusta el silencio.
Él no sabía qué responder, nunca una mujer le había dicho este tipo de cosas después de hacer el amor. Le habían dicho estupideces, seriedades, complicidades convencionales y complicidades a veces excesivas, formalismos distantes; le habían dicho muchas cosas, pero nunca estas cosas. Por un momento le pasó por la cabeza que esta mujer estaba loca y quería tirarse por la ventana, y mientras se incorporaba instintivamente para abrazarla, ella sonrió, le pidió un cigarro y, después de prenderlo y darle unas caladas, empezó a contarle la vida de Agustín Palmañas y de Camilo Rosales. Decía que eran los poetas del silencio, los únicos poetas verdaderos, porque sólo en el silencio puede haber palabras verdaderas, eternas. Mientras ella hablaba, él le observaba ensimismado, y poco a poco sentía que se estaba enamorando de ella, que caía irremediablemente atrapado por el abismo de sus pupilas oscuras, opacas, silenciosas.

Muriel le habló de la guerra, del exilio, del éxito fugaz, del silencio en el silencio. Y le habló de una poesía, de la poesía, que leyó una sola vez, cuando estaba de viaje en México. En una taberna de Acapulco conoció a un hombre de unos seseinta y tantos que le empezó a hablar sobre la poesía española; toda malísima según él, como todo el arte que salía de la madre patria (irónicamente hablando, por supuesto). Sólo se salvaban algunos pocos, entre ellos, Palmañas. Muriel, que al principio se mostraba distante y reacia a hablar con él, se sorprendió; entablaron una conversación que duró casi hasta las seis de la madrugada.
Según Eusebio, pues éste era su nombre, Palmañas había estado viviendo a cuatro cuadras de la taberna donde estaban en aquel momento, hasta hacía bien poco; y se juntaban ahí a veces a tomar unas cervezas, unos pulques, unos mescalitos (en esta mismísima mesa, aquí). Palmañas ya no escribía por entonces. Después de los dos libros publicados durante su juventud, no volvió a publicar nada; pero no sólo no volvió a publicar, sino que no volvió a escribir. Hacia el final de la noche, ya los dos borrachos, Eusebio siempre le preguntaba las razones, y él se encogía de hombros, indiferente. A veces, decía que no tenía nada más que decir. Otras veces, decía que no podía decir nada más. Otras, que no valía la pena decir nada más. Pero siempre se encogía de hombros y sonreía, como un niño que escondía un secreto insignificante pero que, a pesar de ser consciente de su trivialidad, no quisiera revelarlo; quizás por el placer y el orgullo que sentía al reconocerse como su único propietario; o quizás por pudor o humildad hacía el que lo desconocía, consciente de que su gran secreto era solo eso: una tontería de niño.
En una de estas borracheras, cuando estaba ya a punto de llegar el momento en que Eusebio, inevitablemente, le pediría explicaciones por su silencio literario, Agustín puso un papel cuidadosamente doblado en su mano: Toma, es para ti. Para que ya no puedas echarme en cara que nunca más volví a escribir.
Se despidió como siempre de todos; estuvieron hablando un buen rato hasta que se separaron en la esquina de su casa. Pero nunca más se volvieron a ver. Cuando Eusebio lo fue a buscar, extrañado después de una semana de no verle aparecer por la taberna, la casera dijo que Agustín Palmañas se había ido, no sabía donde, ni para cuanto tiempo. No le había dicho nada, sólo eso: Me voy.
Eusebio le enseñó el poema a Muriel. Según ella, este fue uno de los momentos más felices de su vida. Su mente retenía cada palabra, cada fonema, cada nota. Sorprendentemente, a la mañana siguiente no se acordaba de nada. Decía que seguramente fue por el mezcal, pero se sintió terriblemente abatida. Volvió a la taberna las cuatro noches siguientes, y Eusebio no apareció. Su avión despegaba el quinto día, y después de pasar sus últimas horas en la mesa en donde se conocieron, dejó sus señas al dueño del local, para que Eusebio se pusiera en contacto con ella. Nunca más volvió a saber nada de él, y nunca más volvió a leer el poema de Palmañas.


Se despierta sobresaltado con el timbre insistente del teléfono. Durante unos segundos en que el tiempo parece paralizarse, no entiende dónde está; observa asustado las manchas de humedad del techo, las ventanas abiertas y la luz eléctrica de la mañana nublosa. Se incorpora rápidamente al recordarlo todo, consigue llegar al teléfono. La conversación dura apenas un minuto. Cuando cuelga, vuelve a su estado de ensimismamiento, aunque ahora desde el recuerdo y la extrañeza. Se debió de quedar dormido sin darse cuenta, pues en la televisión dos mujeres hablan acerca de la vida de alguien, o de la muerte de ese alguien; parecen muy cómodas en su disfraz de carniceras, y despedazan lentamente y con detalle cada miembro de vida, cada tejido de pasado.

Faltan todavía dos horas para reunirse con Rosales, y decide salir a dar un paseo para airearse un poco. Mientras cierra la puerta con un solo giro de llave, se acuerda del sueño que le aprisionaba en la cama, poco antes de que sonara el teléfono. Una estación de tren desierta, aplastada por un sol sofocante, que le cegaba por momentos. Muriel le gritaba desde el otro lado del andén que se detuviera, y de repente, cuando el tren llegaba, ella desaparecía; pero él sabía que no era así, que ella todavía estaba allí, observándolo con sus ojos almendrados, infinitamente tristes, los labios temblando ligeramente, murmurando o maldiciendo o soportando un llanto incontenible. Pero era solo un sueño. Ella todavía no había vuelto.

Cuando pide el segundo café, llega Rosales. Parece otra persona, aunque le da la sensación de que lleva la misma ropa que ayer, en el bar. El viejo sonríe risueño, le da una palmada afectuosa al hombro.
- ¡Buenos días, Martín! ¿Has dormido bien? Espero que no hayas encontrado habitantes indeseables en tu habitación, el Marquina no es un hotel muy sofisticado, que digamos...
Martín sonríe, animado por esta llegada. Quizás hoy Rosales se permita más palabras, o se permita palabras no tan crípticas y ambiguas como las de ayer por la noche. De repente, ve los ojos de Rosales fijos en los suyos, unos ojos que parecen rajarle las retinas con incisiones sofisticadas y penetrantes, sacudiendo sus pupilas.
- ¿Qué es lo que buscas, joven? ¿Por qué te interesa Agustín Palmañas? ¿Qué es lo que quieres? Quiero que me respondas con sinceridad, porque sino yo no podré ser sincero contigo.
Martín se queda totalmente conmocionado. Ésta es precisamente la pregunta que resuena en su cabeza desde hace unas diez o doce horas, y no ha dado con la respuesta. Se asusta, luego se desilusiona, luego se enfada; el café humea impasible cerca del paquete de cigarrillos y Rosales pide el combinado cuatro con doble ración de beicon y un carajillo, que esté cargadito, por favor. Cuando el camarero se va, vuelve a observarlo fijamente, sus cejas dibujan una expresión de aliento, o de impaciencia, o de ambas cosas. Martín baja la cabeza. Ha llegado el momento de contarlo, todo, desde el principio. De repente sabe con certeza que ha estado esperando a que Rosales le hiciera ésta, exactamente ésta y no otra pregunta desde hace tiempo, quizás mucho más tiempo que el que se conocen. O puede que mucho más tiempo que el que Martín conoció a Palmañas por sus poemas olvidados o por la piel brillante de Muriel; incluso mucho más tiempo que el tiempo que Muriel conoció a Eusebio; más que el que Camilo y Agustín se conocieron, décadas atrás. Quizás había estado esperando todo el tiempo del mundo; dilatado hasta el infinito y condensado en esta pregunta que ahora le acababa de hacer Camilo Rosales.

- Seguramente había una mujer, ¿no es así?
Martín piensa despacio, tomándose su tiempo. El viejo le observa divertido y cómplice, en realidad tiene todo el tiempo del mundo.
- No. Había poesía.
Rosales frunce el ceño, quizás protegiendo sus ojos de una voluta de humo del cigarro. Escucha con atención cómo Martín le explica la historia de la taberna, de Eusebio, del poema inédito del Palmañas ya viejo, que decide escribir al fin, quizás por pura diversión, o por fatiga, o por nada. Martín explica la historia como si la hubiera vivido él mismo. Nunca pudo perdonarse olvidar el poema, seguramente fue el mezcal; no entiende como los mexicanos aguantan esa bebida y seguir con todas las neuronas en su sitio. Cuando termina suelta una risilla nerviosa.
Camilo le observa en silencio, sonriente. No empieza a hablar hasta que ha dado las últimas caladas al cigarro, que apaga con delicadeza, casi dejándolo caer en el cenicero, con el ritualismo propio de los poetas.

- Muriel hablaba de Palmañas como si lo conociera en persona. Me fascinó la pasión que sentía por aquel poeta, siendo ella tan joven. Le estuve contando muchísimas cosas de él, de nosotros, le conté todo lo que sabía de Agustín, que era poco; Agustín no se dejaba ver demasiado. Y no podía dejar que se fuera así sin más, de repente sentí la necesidad de complacerla, se lo merecía, solo por el hecho de haber aguantado el pesado discurso de un viejo borracho a horas tan intempestivas; y la mejor forma que se me ocurrió fue regalándole un poema. Lo había escrito pocas horas antes, en la taberna. Es curioso porque lo escribí pensando en Agustín, así que de algún modo pensé que él lo había escrito, con mi mano. Ya hacía tiempo que Agustín se había ido. Y yo le ayudé a hacerlo. Llevaba meses enfermo, y estaba sufriendo mucho. No quería sufrir más, y yo le ayudé a irse. Se despidió así, como le conté a Muriel. Me miró a los ojos, y dijo: Me voy. Después de quedó en silencio, casi un minuto. Nos miramos a los ojos y hablamos de muchas cosas, creo que nunca habíamos hablado de tantas cosas en tan poco tiempo. Y entonces se fue. Dejó de respirar, soltando un suspiro de satisfacción casi infantil, de plenitud. El poema que le dejé leer a Muriel era acerca de este momento tan mágico que Agustín me regaló antes de morir. Eran sus palabras, pero sobretodo, este silencio tan bello que vivimos, o que morimos, según como se mire. La verdad es que no te sabría decir exactamente las palabras que contenía el poema, lo tiré minutos después de despedirme de Muriel, en la calle. No era un poema malo, de hecho, me sorprendió porque hacía mucho tiempo que no escribía, y no me salió tan mal como esperaba... Supongo que simplemente no hacía falta que siguiera manteniéndolo conmigo. Yo llevo todas las palabras dentro, y aquellas eran unas pocas; sólo era un papel manchado con unas pocas de ellas, que no conseguían ocultar el fondo blanco, ni el silencio de Agustín. Así que lo tiré.

Camilo Rosales termina de hablar, se enciende otro cigarrillo. El camarero trae un plato humeante y el carajillo, y sonríe. Le gusta la gente que no necesita llenar de palabras los silencios al sentirse incómodos, le gusta la gente que disfruta de ellos, así sin más, fumando, o pensando, o simplemente sintiendo el mundo girar despacio a su alrededor, vacío y perfecto en su plenitud. Son casi las cuatro de la tarde. Pero en este momento, justo ahora, siendo casi las cuatro de la tarde, todo vuelve a empezar de nuevo.