... cuando trasnocho los ojos se me vuelven dos ranuras de alcancía
por los que entran no las tristemente esperanzadas monedas del ahorro quimérico
sino las monedas de fuego de un incendio futuro en donde ya nada tiene sentido.

Amuleto, Roberto Bolaño





martes, 13 de abril de 2010

El cuento de mi abuela




Para mis abuelos.


Cuando murió mi abuelo, además de la terrible sensación de pérdida física de un ser querido, tomé plena conciencia de que la muerte arrasa con el individuo y, junto a él, con todo un mundo de experiencias, recuerdos y pensamientos. Imaginé todas aquellas cosas que mi abuelo me había contado, todas aquellas que no me había contado y sobretodo las que nunca había contado a nadie, agrupadas como un gran relato lleno de capítulos y apéndices y notas al pie, que se perdía en el vacío. Entonces sentí cómo una parte de mi propia memoria se desgarraba, desaparecía sin siquiera haber tomado forma.
Antes de morir, mi abuelo me contó muchas historias acerca de su niñez; pequeños cuentos que me transportaban en los campos de una Castilla profunda y lejana, donde imaginaba a mi abuelo durmiéndose mientras vigilaba a las ovejas en la pradera, a mi abuelo asustándose frente a un lobo una noche de regreso a su pueblo (el único lobo que había en sus cuentos, y del que sólo vio unos ojos brillantes y una sombra vaga, pero terrible), a mi abuelo tirando piedras junto a otros niños a los chavales del pueblo vecino para reconquistar la fuente en una de estas tiernas batallitas campales infantiles. Estos cuentos, como él me decía, le daban sentido a su existencia, que ahora podía ver en su conjunto: conservaba recuerdos de su niñez, su juventud y su madurez. Todo tomaba ahora otro sentido bajo la luz de una muerte que presentía próxima: en toda su pluralidad, su pasado se presentaba como un enorme relato cuyo punto y final era, precisamente, la muerte. Y la seguridad de que lo había vivido: pues había sido feliz.
Antes de morir, mi abuelo tenia la necesidad de darme parte de su memoria, condensada en estos cuentos; era su legado para mí, y también para él: para que algo de su memoria sobreviviera a su propia muerte. Cuentos que ahora no son parte de sus recuerdos, sino de los míos, y de los que apenas conservo algunas formas, contornos desdibujados y frases sueltas.
Al cabo de unos años, decidí registrar con una grabadora conversaciones con mi abuela, para en un futuro escribirlas en una suerte de relato biográfico. Le pedí que me explicara sus recuerdos, desde las primeras imágenes que conserva. La idea le entusiasmó, y nos pasamos una tarde entera sentadas una frente a la otra, separadas por un aparatito que parpadeaba y unas tazas de café que nunca terminamos. Cuando acabamos, me pidió escuchar la grabación desde el principio. Cuando empezó a oírse, yo desaparecí de la habitación mágicamente: de repente mi abuela se quedó ensimismada, perdiéndose entre sus propios recuerdos, reteniendo cada una de sus palabras, recorriendo las sendas de su propia memoria a través de su narración como si fuera la de alguien distinto. Escuchaba su propia voz con una atención absoluta y reverente, como cuando era niña y escuchaba a su padre contar fábulas y leyendas acurrucada junto al fuego. Como yo escuchaba, hacía sólo unos instantes, esa misma historia que ella había estado tejiendo. Me quedé fascinada y conmovida. ¿Qué estaba ocurriendo?
* * *
El recuerdo se nos presenta como una ilusión de continuidad de nosotros mismos. Frente a una realidad cambiante y relativa, nuestra propia existencia nos aparece precisamente nuestra por las imágenes que retenemos de esta realidad: en forma de relato, se van acumulando escenas, imágenes, olores y sensaciones. Siempre estamos cambiando, pero siempre somos nosotros mismos este sujeto que se percibe cambiando: como una cámara, vamos registrándonos a nosotros mismos, y nos recordamos en distintas facetas, en distintos momentos, en distintos yoes. El tiempo es heterogéneo y discontinuo, pero ahí esta nuestra pequeña y frágil grabadora para combatirlo: el tiempo se comprime en una vida, en unos recuerdos que se erigen contra él como cápsulas atemporales, reductos indestructibles de uno mismo.
Cuando narraba sus recuerdos frente a la grabadora, mi abuela estaba dándose continuidad a si misma en la construcción de su propio relato, como una vez lo hizo mi abuelo. Pero entonces surgió la idea de escucharse. Y este acto de escucharse a si misma, y no el de narrarse, fue la forma de fijar su propio relato en el tiempo: conteniendo la respiración, con los ojos perdidos en el reloj del comedor (un reloj que, por cierto, siempre marca una hora distinta a la “real” por su costumbre de pararlo durante la noche), mi abuela escuchaba su propia voz, se estremecía cuando su voz se estremecía, sonreía cuando se escuchaba sonreír. Había una suerte de extrañamiento: el relato era contado por otra abuela, que le contaba a mi abuela su propio relato, sus propios recuerdos. Una imagen bellísima de ese extraño placer que sentimos al vernos más allá de nosotros mismos como a una íntima alteridad. Como cuando pasamos las páginas de los álbumes repletos de fotografías del pasado, que registraron nuestra imagen en algún momento, fijaron para siempre un gesto, un rostro, una sonrisa o un llanto: ésa de ahí, la niña mocosa que llora, ésa era yo. Ésa soy yo.
Entonces, pensé para mis adentros que quizás ya no hacía falta escribir ésta historia, pues ya había sido fijada en ese acto de escucharla. Quizás lo más bello para mi abuela no era leer una ficción sobre sus recuerdos, sino escuchar esa voz tan familiar que desentrañaba todo un pasado, todo un relato.
A veces imagino qué hubiera sucedido si hubiera grabado las conversaciones que tuve con mi abuelo: le veo en la cama, con la mirada perdida y sonriendo embelesado, escuchando su propia voz. Sintiendo que esa voz extraña permanecería mucho más tiempo con nosotros, contándonos sus recuerdos cuando él ya no estuviera para contarlos.
* * *
Desde luego, toda nuestra vida podría verse como un enorme relato: un relato contado por nosotros mismos, y contado por otros sobre nosotros mismos. Hasta ser nombradas, las cosas permanecen ininteligibles, ajenas, inexistentes en la propia realidad que habitan. Así sucede con la vida: a medida que va narrándose, se fijan los acontecimientos que le dan sentido, los pensamientos y las sensaciones que fuimos, que somos. No somos más que una ficción palpable y mortal, en nuestro acto único y fundacional de crear relatos, constantemente; de la vida, de las cosas, de los hombres y de nosotros mismos. Me llamó la atención una frase de Carmen Martín Gaite: “Desde luego, el que no quiera verse envuelto en la consecuencia de un cuento –por inocente que pueda parecer–, mejor que no se lo cuente, porque es que si empiezas ya no tiene remedio”. Parece ser absolutamente imposible resistirse a verse envuelto en este gran cuento que podría llamarse vida; crear nuestro propio cuento mediante la narración del pasado y el presente, ya sea en forma de recuerdos como de sentimientos y deseos. Construir relatos conjuntos con nuestros seres queridos.
¿Qué ocurre cuando éste relato se fija? Entonces no tiene, como nosotros, fecha de caducidad: nos sobrevivirá y seguirá narrándonos, cuando ya no estemos aquí. En realidad, toda la Historia del arte y de la literatura, y la misma Historia de la humanidad, podría verse como un intento de fijar constantemente relatos, individuales y colectivos. Hacer permanecer la sombra de uno mismo a través del tiempo. Un faro que parpadea en un mar oscuro e infinito, sumido en un silencio abismal. En realidad, toda la Historia es un enorme cuento que habita en todos y cada uno de nosotros, renaciendo y muriendo eternamente, creando un “cuento de nunca acabar”. Un enorme cuento que empezó, precisamente, cuando quisimos fijar nuestra propia narración para combatir el tiempo, la realidad, la muerte: contando fábulas e historias, acurrucados alrededor del fuego.