... cuando trasnocho los ojos se me vuelven dos ranuras de alcancía
por los que entran no las tristemente esperanzadas monedas del ahorro quimérico
sino las monedas de fuego de un incendio futuro en donde ya nada tiene sentido.

Amuleto, Roberto Bolaño





martes, 20 de marzo de 2012

Un día más



             Al amanecer, entre la bruma y las primeras luces del alba, aparecen las montañas. Sus perfiles irregulares se recortan  contra el cielo. Las cimas lejanas están salpicadas de nieve que, con el viento, se desprende de ellas, desdibujando sus formas. Parece un espejismo. Dicen que en el pico de Machhapuchhre uno puede ver el perfil de un tigre, hierático y solemne.

La campana repica anunciando el almuerzo. Poco a poco,  los pasillos del monasterio se van llenando de murmullos y de pasos, luego de correteos y de risas. Desayunan rápido y se retiran. Unos a meditar, a leer o a estudiar. Y otros, los más pequeños, a jugar. Sus gritos se escuchan a lo lejos. Les gusta jugar al escondite, subir en el columpio y jugar con sus cromos de súper-luchadores. Cada uno tiene su favorito.

Cuando hay sol, el verde electrizante de los campos atrae centenares de mariposas blancas, y el cielo se llena de águilas reales, que despliegan sus enormes alas para perderse en las montañas. Detrás de la colina, en el río Seti, las mujeres lavan grandes cantidades de ropa en las orillas, y los niños se bañan y se sientan en las piedras, para secarse con el sol.

Cuando hay tormenta, parece el fin del mundo. El viento ulula con fuerza, alzando enormes capas de polvo seco y blanquecino de los caminos. Los rayos iluminan de repente las montañas brumosas, los truenos ensordecen un cielo pesado y oscuro, un cielo que presagia la inminencia de lo atávico, la lógica aplastante de lo real. Luego viene la lluvia. Una lluvia calmada y persistente, ajena a los campos de repente ahogados y a sus caminos embarrados, y también a los patios, las escaleras y los pasillos del monasterio, mojados y resbaladizos, por los que transitan sin detenerse sus habitantes.

Ya en la noche, cuando todos están en sus habitaciones, empiezan a sonar las trompas tibetanas, marcando el final de un día más en el monasterio. Su letanía, gutural y profunda, se pierde en la oscuridad de las montañas, regresando a las rocas y a la nieve, ofreciéndose a un silencio antiguo que se extingue con sus ecos.