... cuando trasnocho los ojos se me vuelven dos ranuras de alcancía
por los que entran no las tristemente esperanzadas monedas del ahorro quimérico
sino las monedas de fuego de un incendio futuro en donde ya nada tiene sentido.

Amuleto, Roberto Bolaño





jueves, 10 de noviembre de 2011

Roberto Bolaño o el acercamiento al mal absoluto


Con Estrella distante (Anagrama, 1996) Roberto Bolaño define los parámetros estéticos y éticos de lo que será su universo literario, el imaginario bolañiano; culminado por obras como Los detectives salvajes o la póstuma 2666. En esta novela corta, publicada en 1996, el escritor chileno desarrolla un personaje concreto que habría aparecido en su novela anterior, La literatura nazi en América (1996).

Estrella distante arranca en un contexto histórico convulso, el golpe de Pinochet en el Chile de los setenta; tiempo recordado y revivido por una voz ya adulta que narra el pasado desde un presente incierto que, paulatinamente, el lector irá descifrando. Desde la primera página se explicita ya el aparente eje central de la novela: la búsqueda de Carlos Weider. Poeta y piloto de avión, artista y asesino; paradigma de una visión vanguardista y visceral que Bolaño defiende a lo largo de toda su obra: el arte y la vida están intrínsecamente apegados en un mismo acontecer; se articulan a partir de un mismo imperativo moral y estético. Bibiano O’Ryan y Arturo B., alter-ego del autor, son dos jóvenes chilenos aspirantes a poeta que siguen las pistas de este enigmático personaje, que encierra dentro de sí las incógnitas para descubrir y definir una suerte de cartografía del mal.

Efectivamente, el mal es una de las obsesiones principales en la obra de Bolaño: a lo largo de toda su vida, el escritor chileno indaga en sus distintas manifestaciones, intentando descifrar sus propósitos y sus despropósitos; esto es, su esencia. En todas sus obras, el escritor chileno se sitúa siempre como espectador en las periferias del mal, en una suerte de no-lugar marginal e incómodo, colindante a sus territorios; espacio incierto y vacío pero también vulnerable y angustioso; y desde allí lo observa y lo traslada a sus textos. Bolaño se quiere escritor “valiente, es decir, que sabe abrir los ojos en la oscuridad, en esos territorios en los que nadie se atreve a entrar” (Entre paréntesis, p.65). En Estrella distante, Carlos Weider actúa como desencadenante de múltiples búsquedas que se disuelven entre sí, y que gravitan alrededor de este interrogante, a saber; ¿qué es el mal?, y, especialmente, ¿por qué sucede y por qué se sucede el mal?

En este sentido, Bolaño despolitiza la obra del arte para llevar este compromiso ético hasta sus mismas raíces: la construcción (y la deconstrucción) de una moral que se oponga al mal absoluto; esto es, la moral del poeta, que visibiliza esta oscuridad deliberadamente ignorada. En la obra, Bolaño hace distintos acercamientos al enigma: el mal como juego de niños, en un mundo de hermanos siameses que, alternativamente, se torturan el uno al otro sin llegar jamás al asesinato (una muerte del otro que implicaría necesariamente la muerte de uno mismo; un doble que se abisma en el lado más oscuro de uno mismo); un mal azaroso, un “infierno como un entramado o una cadena de casualidades” al que sólo puede oponerse una memoria dolorosa, punzante (p.111); una memoria que Chile desecha, que Chile olvida (p.120).

Junto al infame Weider se erigen otros personajes más o menos opuestos, combatientes de este mal: Juan Stein, Diego Soto y Lorenzo; personajes que, como Carlos Weider, se diseminarán en el espacio y el tiempo hasta desaparecer. El autor, junto al lector, se convertirá en un detective, un buscador de ausencias que se irán construyendo a partir de testimonios directos o indirectos, de cartas, revistas y periódicos; pero que jamás adquirirán corporeidad real – esta intangibilidad se plasma en la búsqueda de Stein, que termina abruptamente con la aparición de un posible doble, espejeándose en él y desapareciendo.

Este carácter detectivesco de la literatura, uno de los derroteros que articulan el imaginario bolañiano, se hace más evidente con la aparición en la novela de un detective real, un detective de oficio: Abel Romero, detective exilado y protagonista de la resolución de casos dificilísimos, personaje misterioso y extrañamente nostálgico. Romero ofrece a Arturo B. una alianza metodológica para descubrir el paradero de Weider y terminar con él. Esta misión consigue rescatar al protagonista de su mutismo literario y de su hastío existencial.

Finalmente, los dos detectives consiguen encontrar a Weider, perdido en un pueblo de la Costa Brava, en Cataluña. Con el descubrimiento del objeto deseado, el protagonista siente una suerte de anonadamiento, de culpa o de resistencia a finalizar aquello que empezó casi como un despropósito: “¿Cómo he llegado hasta aquí?, pensé. ¿Cuántas calles he tenido que caminar para llegar a esta calle? (...) Me sentía como dentro de una pesadilla recurrente.” (p.149). Una pesadilla de la que jamás escapa, una obsesión que Bolaño escribe y rescribe, sin poder deshacerse de ella, y que encontraremos en todas las obras posteriores: “Volví a pensar en Bibiano, en la Gorda. No quería pensar en las hermanas Garmendia, tan lejanas ya, ni en las otras mujeres, pero también pensé en ellas.” (p.151) – efectivamente,  el asesinato arbitrario del inocente, fruto de ese entramado azaroso y maligno, se desarrollará en Amuleto, en Los detectives salvajes y, muy especialmente, en 2666, con estas otras mujeres, estas mujeres anónimas, salvajemente asesinadas en Sonora.

El encuentro final con Weider, del que sólo Arturo B. puede ser testimonio ya que sólo él le conoce, es estremecedor: “Por un instante (en que me sentí desfallecer) me vi a mí mismo casi pegado a él, mirando por encima de su hombro, horrendo hermano siamés, el libro que acababa de abrir” (p.152). Arturo B. asiste a una minuciosa puesta en escena en que Weider se sitúa de frente, de perfil; fuma, lee, observa el mar y le observa a él. Personaje envejecido, finalmente concretizado en un individuo ya sin máscaras, despojado de todo enigma, de toda incógnita, que detenta una “dureza triste e irremediable”, que “no parecía un poeta. (...) No parecía un asesino de leyenda. No parecía el tipo que había volado a la Antártida para escribir un poema en el aire. Ni de lejos”, ni tan de cerca cómo Arturo B. le observa en el bar (p.153).

¿Merece Carlos Weider, torturador y asesino, protagonista activo de la terrible dictadura pinochetista; merece Carlos Weider “el infame” morir en manos del detective Romero? Ahí el papel de Arturo B. se limita al de espectador pasivo de un asesinato inminente e inevitable. Durante estos minutos de espera, se dedica a pensar en “cuestiones sin importancia. El tiempo, por ejemplo. El calentamiento de la tierra. Las estrellas cada vez más distantes.” (p.155), cuestiones ajenas al devenir humano, indiferentes al acontecer inexorable del mal, a su eterna repetición. Ajenas a su pesadilla recurrente.