... cuando trasnocho los ojos se me vuelven dos ranuras de alcancía
por los que entran no las tristemente esperanzadas monedas del ahorro quimérico
sino las monedas de fuego de un incendio futuro en donde ya nada tiene sentido.

Amuleto, Roberto Bolaño





jueves, 10 de noviembre de 2011

Insensatez, o el aprendizaje del sufrimiento


En esta pequeña obra maestra, Castellanos Moya nos conduce por el tortuoso camino de la insensatez de un hombre y de un país entero, arrastrando al lector por un texto torrencial, fragmentado y digresivo, construido con el monólogo interior de su protagonista. Precisamente por el uso de un único narrador intradiegético, absolutamente hermético y focalizado, la situación enunciativa y la información externa a ella se irá desvelando u ocultando escrupulosamente por el autor, constriñendo el espacio vital y existencial del protagonista hasta límites insospechados.

El narrador, un personaje irónico, frívolo y esteta, algo promiscuo y tremendamente egocéntrico, se irá encerrando paulatinamente en un universo oscuro y patológico a medida que avance en la corrección de un informe que registra el daño psicológico sufrido por el colectivo indígena guatemalteco durante la durísima represión de la década de los ochenta. Aparentemente inofensivo, el encargo es aceptado con más reticencia que entusiasmo. El discurso del narrador contiene la distancia crítica propia de un amante de la poesía, y el acercamiento inicial al horror y al dolor de las matanzas de indígenas será, pues, puramente estético: el protagonista irá apuntando frases seleccionadas en su libreta por su valor estético, comparable a Vallejo, en sus “intensas figuras de lenguaje y en la curiosa construcción sintáctica” (p.32).

A medida que avance el texto, el lector irá descifrando sus ejes narrativos, construyendo espacios en general vacíos, hostiles y claustrofóbicos, como el propio despacho des del que trabaja (sólo ocupado por la mesa, la silla y un crucifijo), el caótico apartamento donde vive, las oscuras tabernas que frecuenta o las sórdidas calles por las que transita; espacios dislocados e inhabitables de un mundo sin sentido, cuya relación con el sujeto será cada vez más enajenada e imposible.

Con su protagonista, Castellanos Moya muestra la dificultad de elaborar una poética testimonial que sea capaz de contener el sufrimiento humano, ya ensayada durante la década de los ochenta por la literatura testimonial indigenista; pero también por la “literatura de los campos” durante los años cincuenta y sesenta. Dificultad que afecta no sólo a las víctimas directas, sino también a la sociedad a la que pertenecen: testimonio del testimonio, el lector del informe será cada vez menos ajeno al texto que corrige, y acabará siendo literalmente poseído por las terribles imágenes del horror de las masacres (p.138). Como escribió Sófocles en su Antígona (en el fragmento de Ismene citado por el autor), la sensatez se retira paulatinamente del protagonista, arrojándolo a una espiral de paranoia, a veces real y otras imaginada, que le conducirá al exilio voluntario – paranoia que, como veremos al final de la obra, no carecía de fundamentos.

El protagonista, definitivamente habitado por la insensatez, por la enajenación, cierra la novela con la terrible certeza de que, al observarse en un espejo, el propio rostro observado se le hace irreconocible (p.147). Con la constatación de que, como se desprende de la sintaxis en los textos de las propias víctimas de las masacres, en el interior de su psique algo está quebrado, irreconciliable (p.149). El protagonista cierra la novela con las primeras palabras con la que la inició: “Yo no estoy completo de la mente” (p.13).

¿Se puede escribir una novela del horror? ¿Cómo acercar al público y, por extensión, a la sociedad y al mundo, hechos tan terribles, por naturaleza inenarrables? Aún más, ¿cómo podemos acercarnos nosotros, como individuos, al dolor y al sufrimiento de lo ocurrido? ¿Quién siente más culpa; el verdugo, la víctima que sobrevive, o el que vive siendo totalmente ajeno a ambos? Más allá de las políticas de restauración de la memoria histórica de cada país (y de cada episodio universal de horror), ¿puede realmente el ser humano asimilar y conciliarse con el dolor de este “otro”? Éstas y otras preguntas acompañan la obra de Castellanos Moya, y su postura es clara: hay que convertir “los huesos recién desenterrados en palabras, en poesía de la mejor” (p.122).

Como dije al principio, y siempre según mi juicio, estamos ante una pequeña obra maestra, en la que el valor literario y la voluntad de compromiso político o, más bien, moral y humano, están entrelazados. Una obra que provoca un enorme placer estético en el lector por la sofisticación de sus imágenes y la coherencia y la calidad de su discurso, pero que no deja indiferente, muy al contrario: es una de estas pocas obras en las que el lector se ve inquietantemente abducido por su voz, abandonándose sin quererlo a la insensatez del protagonista, y a la de los mundos que ambos habitan.