En esta pequeña obra
maestra, Castellanos Moya nos conduce por el tortuoso camino de la insensatez
de un hombre y de un país entero, arrastrando al lector por un texto torrencial,
fragmentado y digresivo, construido con el monólogo interior de su
protagonista. Precisamente por el uso de un único narrador intradiegético,
absolutamente hermético y focalizado, la situación enunciativa y la información
externa a ella se irá desvelando u ocultando escrupulosamente por el autor,
constriñendo el espacio vital y existencial del protagonista hasta límites
insospechados.
El narrador, un personaje
irónico, frívolo y esteta, algo promiscuo y tremendamente egocéntrico, se irá
encerrando paulatinamente en un universo oscuro y patológico a medida que
avance en la corrección de un informe que registra el daño psicológico sufrido
por el colectivo indígena guatemalteco durante la durísima represión de la
década de los ochenta. Aparentemente inofensivo, el encargo es aceptado con más
reticencia que entusiasmo. El discurso del narrador contiene la distancia
crítica propia de un amante de la poesía, y el acercamiento inicial al horror y
al dolor de las matanzas de indígenas será, pues, puramente estético: el
protagonista irá apuntando frases seleccionadas en su libreta por su valor
estético, comparable a Vallejo, en sus “intensas figuras de lenguaje y en la
curiosa construcción sintáctica” (p.32).
A medida que avance el
texto, el lector irá descifrando sus ejes narrativos, construyendo espacios en
general vacíos, hostiles y claustrofóbicos, como el propio despacho des del que
trabaja (sólo ocupado por la mesa, la silla y un crucifijo), el caótico
apartamento donde vive, las oscuras tabernas que frecuenta o las sórdidas
calles por las que transita; espacios dislocados e inhabitables de un mundo sin
sentido, cuya relación con el sujeto será cada vez más enajenada e imposible.
Con su protagonista,
Castellanos Moya muestra la dificultad de elaborar una poética testimonial que
sea capaz de contener el sufrimiento humano, ya ensayada durante la década de
los ochenta por la literatura testimonial indigenista; pero también por la
“literatura de los campos” durante los años cincuenta y sesenta. Dificultad que
afecta no sólo a las víctimas directas, sino también a la sociedad a la que
pertenecen: testimonio del testimonio, el lector del informe será cada vez
menos ajeno al texto que corrige, y acabará siendo literalmente poseído por las
terribles imágenes del horror de las masacres (p.138). Como escribió Sófocles
en su Antígona (en el fragmento de Ismene citado por el autor), la
sensatez se retira paulatinamente del protagonista, arrojándolo a una espiral
de paranoia, a veces real y otras imaginada, que le conducirá al exilio
voluntario – paranoia que, como veremos al final de la obra, no carecía de
fundamentos.
El protagonista,
definitivamente habitado por la insensatez, por la enajenación, cierra la
novela con la terrible certeza de que, al observarse en un espejo, el propio
rostro observado se le hace irreconocible (p.147). Con la constatación de que,
como se desprende de la sintaxis en los textos de las propias víctimas de las
masacres, en el interior de su psique algo está quebrado, irreconciliable (p.149).
El protagonista cierra la novela con las primeras palabras con la que la
inició: “Yo no estoy completo de la mente” (p.13).
¿Se puede escribir una
novela del horror? ¿Cómo acercar al público y, por extensión, a la sociedad y
al mundo, hechos tan terribles, por naturaleza inenarrables? Aún más, ¿cómo
podemos acercarnos nosotros, como individuos, al dolor y al sufrimiento de lo
ocurrido? ¿Quién siente más culpa; el verdugo, la víctima que sobrevive, o el
que vive siendo totalmente ajeno a ambos? Más allá de las políticas de
restauración de la memoria histórica de cada país (y de cada episodio universal
de horror), ¿puede realmente el ser humano asimilar y conciliarse con el dolor
de este “otro”? Éstas y otras preguntas acompañan la obra de Castellanos Moya,
y su postura es clara: hay que convertir “los huesos recién desenterrados en
palabras, en poesía de la mejor” (p.122).
Como dije al principio, y
siempre según mi juicio, estamos ante una pequeña obra maestra, en la que el
valor literario y la voluntad de compromiso político o, más bien, moral y
humano, están entrelazados. Una obra que provoca un enorme placer estético en
el lector por la sofisticación de sus imágenes y la coherencia y la calidad de
su discurso, pero que no deja indiferente, muy al contrario: es una de estas
pocas obras en las que el lector se ve inquietantemente abducido por su voz,
abandonándose sin quererlo a la insensatez del protagonista, y a la de los
mundos que ambos habitan.