El volumen De palabra
III reúne la obra del poeta argentino Juan Gelman a lo largo de un período
determinante, período que comprende casi dos décadas y que actúa como punto de
inflexión tanto a nivel vital como poético.
Juan Gelman estuvo muy
vinculado a su contexto histórico. En sus inicios, su poesía se define por un
marcado compromiso político. Su afiliación comunista y la activa participación
en grupos literarios politizados como, por ejemplo, “El pan duro”; su actividad
periodística y su militancia en las guerrillas argentinas de los setenta; todo
ello configura una identidad comprometida con su tiempo; una identidad que se
quiere colectiva, participativa con la Historia. En Relaciones, el
primer poemario del libro, vemos este carácter optimista y beligerante, junto a
una poética rupturista pero popular, generosa. Pero esta perspectiva cambiará
con su experiencia del exilio y, sobretodo, con el secuestro y la desaparición
de su hijo el 1976, cuyo cuerpo no será encontrado hasta 1998.
Estos hechos marcarán un
hito en su poesía, y desencadenaran un giro radical: la experiencia política de
Gelman posterior al Golpe del 1976 será el exilio, esto es, la lejanía y la
impotencia; la inexistencia, la palabra desde el otro lugar, desde fuera. Habrá
un paulatino proceso de individuación de su poesía, que se caracterizará por la
búsqueda de un lenguaje subjetivo, íntimo, que sea capaz de albergar la
experiencia individual de extirpación, de soledad, de desamparo y de
absurdidad.
A pesar de ello, la
vinculación con la experiencia colectiva permanecerá en su poesía en forma de
voluntad de dar voz a los muertos y a los silenciados; de ser testimonio y
memoria “contra los perros del olvido”, (Notas, Nota XXV, p.139). El
poemario Notas, escrito ya en el exilio, quiere reivindicar la
individualidad de sus compañeros muertos, sublimar esta colectividad que no
tiene sentido sin saberse suma de individuos, porque “cada compañero tenía un
pedazo de sol” (Notas, Nota XIII, p.127).
En Carta abierta,
poemario escrito en 1980, dedicado y dirigido a su hijo (al que aún no da por
muerto hasta no encontrar su cadáver, como anota en el epílogo), Juan Gelman
desarrolla una retórica y una gramática del dolor: abandona definitivamente las
mayúsculas, mostrando el sin sentido de un lenguaje humillado que ha perdido su
poder para dotar de dignidad a lo que nombra; la poesía se puebla de
interrogaciones, articulando un discurso fragmentario y cíclico sobre el
absurdo y la imposibilidad de dar respuestas. El poemario se convierte en un
largo lamento, se congela el tiempo de espera, el “mientras” eternizado por la
angustia y el dolor, en que un padre lucha para “deshijarse”, para asumir una
pérdida demasiado terrible: “hilo grueso/delgado/atando el alma // a este
desesperarte o esperarte/ // nave que se detiene en pleno mar // como puerto
donde cargar su nunca” (Carta abierta, XXIII, p.170). Una experiencia
profundamente subjetiva e íntima se vierte en una poesía que expresa la
necesidad colectiva de todo un país para dar nombre y justicia a sus
desaparecidos: Juan Gelmán padre da voz a todos los padres, a todos los
familiares y amigos de los que fueron, asesinados por la dictadura. Estos
mismos procedimientos estilísticos los encontramos también en Carta a mi
madre, el extenso poema que concluye el libro.
Como hemos visto, la
poética de Juan Gelman parte de experiencias vitales extremadamente
traumáticas: el exilio, la desaparición y el asesinato del hijo, la muerte de
la madre en la distancia; experiencias que no pueden traducirse en un lenguaje
convencional. Su poesía exige violentar la palabra, extorsionarla, enajenarla
para individualizarla; fragmentarla y tensarla hasta sus límites expresivos.
Juan Gelman inventa neologismos, rompe las normas gramaticales y altera la
sintaxis, impone una nueva tipografía (el uso de barras oblicuas), fragmenta el
propio discurso para expresar un sujeto escindido; su poesía, a través de la
forma, resignifica el contenido, abriendo una semántica capaz de expresar lo
inexpresable, proponiendo una nueva experiencia de escritura y de lectura. La
conciencia de hablar la lengua de sus asesinos imposibilita el uso de esta
misma lengua, y requiere forzarla hasta desgajarla, dislocarla; para renacerla
y reconciliarse con el espacio inexpugnable de su propia voz.