Con Estrella distante (Anagrama, 1996) Roberto Bolaño define los
parámetros estéticos y éticos de lo que será su universo literario, el
imaginario bolañiano; culminado por obras como Los detectives salvajes o
la póstuma 2666. En esta novela corta, publicada en 1996, el escritor
chileno desarrolla un personaje concreto que habría aparecido en su novela
anterior, La literatura nazi en América (1996).
Estrella distante arranca en un contexto
histórico convulso, el golpe de Pinochet en el Chile de los setenta; tiempo
recordado y revivido por una voz ya adulta que narra el pasado desde un
presente incierto que, paulatinamente, el lector irá descifrando. Desde la
primera página se explicita ya el aparente eje central de la novela: la
búsqueda de Carlos Weider. Poeta y piloto de avión, artista y asesino;
paradigma de una visión vanguardista y visceral que Bolaño defiende a lo largo
de toda su obra: el arte y la vida están intrínsecamente apegados en un mismo
acontecer; se articulan a partir de un mismo imperativo moral y estético.
Bibiano O’Ryan y Arturo B., alter-ego del autor, son dos jóvenes chilenos
aspirantes a poeta que siguen las pistas de este enigmático personaje, que
encierra dentro de sí las incógnitas para descubrir y definir una suerte de
cartografía del mal.
Efectivamente, el mal es una de las obsesiones
principales en la obra de Bolaño: a lo largo de toda su vida, el escritor
chileno indaga en sus distintas manifestaciones, intentando descifrar sus
propósitos y sus despropósitos; esto es, su esencia. En todas sus obras, el
escritor chileno se sitúa siempre como espectador en las periferias del mal, en
una suerte de no-lugar marginal e incómodo, colindante a sus territorios; espacio
incierto y vacío pero también vulnerable y angustioso; y desde allí lo observa
y lo traslada a sus textos. Bolaño se quiere escritor “valiente, es decir, que
sabe abrir los ojos en la oscuridad, en esos territorios en los que nadie se
atreve a entrar” (Entre paréntesis, p.65). En Estrella distante,
Carlos Weider actúa como desencadenante de múltiples búsquedas que se disuelven
entre sí, y que gravitan alrededor de este interrogante, a saber; ¿qué es el
mal?, y, especialmente, ¿por qué sucede y por qué se sucede el mal?
En este sentido, Bolaño despolitiza la obra del arte para
llevar este compromiso ético hasta sus mismas raíces: la construcción (y la
deconstrucción) de una moral que se oponga al mal absoluto; esto es, la moral
del poeta, que visibiliza esta oscuridad deliberadamente ignorada. En la obra,
Bolaño hace distintos acercamientos al enigma: el mal como juego de niños, en
un mundo de hermanos siameses que, alternativamente, se torturan el uno al otro
sin llegar jamás al asesinato (una muerte del otro que implicaría
necesariamente la muerte de uno mismo; un doble que se abisma en el lado más
oscuro de uno mismo); un mal azaroso, un “infierno como un entramado o una
cadena de casualidades” al que sólo puede oponerse una memoria dolorosa,
punzante (p.111); una memoria que Chile desecha, que Chile olvida (p.120).
Junto al infame Weider se erigen otros personajes
más o menos opuestos, combatientes de este mal: Juan Stein, Diego Soto y
Lorenzo; personajes que, como Carlos Weider, se diseminarán en el espacio y el
tiempo hasta desaparecer. El autor, junto al lector, se convertirá en un
detective, un buscador de ausencias que se irán construyendo a partir de
testimonios directos o indirectos, de cartas, revistas y periódicos; pero que
jamás adquirirán corporeidad real – esta intangibilidad se plasma en la
búsqueda de Stein, que termina abruptamente con la aparición de un posible
doble, espejeándose en él y desapareciendo.
Este carácter detectivesco de la literatura, uno de los
derroteros que articulan el imaginario bolañiano, se hace más evidente con la
aparición en la novela de un detective real, un detective de oficio: Abel
Romero, detective exilado y protagonista de la resolución de casos
dificilísimos, personaje misterioso y extrañamente nostálgico. Romero ofrece a
Arturo B. una alianza metodológica para descubrir el paradero de Weider y
terminar con él. Esta misión consigue rescatar al protagonista de su mutismo
literario y de su hastío existencial.
Finalmente, los dos detectives consiguen encontrar a Weider,
perdido en un pueblo de la Costa Brava, en Cataluña. Con el descubrimiento del
objeto deseado, el protagonista siente una suerte de anonadamiento, de culpa o
de resistencia a finalizar aquello que empezó casi como un despropósito: “¿Cómo
he llegado hasta aquí?, pensé. ¿Cuántas calles he tenido que caminar para
llegar a esta calle? (...) Me sentía como dentro de una pesadilla recurrente.”
(p.149). Una pesadilla de la que jamás escapa, una obsesión que Bolaño escribe
y rescribe, sin poder deshacerse de ella, y que encontraremos en todas las
obras posteriores: “Volví a pensar en Bibiano, en la Gorda. No quería pensar en
las hermanas Garmendia, tan lejanas ya, ni en las otras mujeres, pero también
pensé en ellas.” (p.151) – efectivamente,
el asesinato arbitrario del inocente, fruto de ese entramado azaroso y
maligno, se desarrollará en Amuleto, en Los detectives salvajes y,
muy especialmente, en 2666, con estas otras mujeres, estas
mujeres anónimas, salvajemente asesinadas en Sonora.
El encuentro final con Weider, del que sólo Arturo B.
puede ser testimonio ya que sólo él le conoce, es estremecedor: “Por un
instante (en que me sentí desfallecer) me vi a mí mismo casi pegado a él,
mirando por encima de su hombro, horrendo hermano siamés, el libro que acababa
de abrir” (p.152). Arturo B. asiste a una minuciosa puesta en escena en que
Weider se sitúa de frente, de perfil; fuma, lee, observa el mar y le observa a
él. Personaje envejecido, finalmente concretizado en un individuo ya sin
máscaras, despojado de todo enigma, de toda incógnita, que detenta una “dureza
triste e irremediable”, que “no parecía un poeta. (...) No parecía un asesino
de leyenda. No parecía el tipo que había volado a la Antártida para escribir un
poema en el aire. Ni de lejos”, ni tan de cerca cómo Arturo B. le observa en el
bar (p.153).
¿Merece Carlos Weider, torturador y asesino, protagonista
activo de la terrible dictadura pinochetista; merece Carlos Weider “el infame”
morir en manos del detective Romero? Ahí el papel de Arturo B. se limita al de
espectador pasivo de un asesinato inminente e inevitable. Durante estos minutos
de espera, se dedica a pensar en “cuestiones sin importancia. El tiempo, por
ejemplo. El calentamiento de la tierra. Las estrellas cada vez más distantes.”
(p.155), cuestiones ajenas al devenir humano, indiferentes al acontecer
inexorable del mal, a su eterna repetición. Ajenas a su pesadilla recurrente.